Son estos últimos días de diciembre aquellos en los que hacemos balance del año. Ponemos la vista en los propósitos que nos habíamos marcado y comprobamos, unas veces con alegría y, otras, con cierta desazón, su grado de cumplimiento. Y, llenos de ilusión -y de ingenuidad-, volvemos a hacer una lista para el año siguiente porque esta vez sí, esta vez nos pondremos a dieta, nos apuntaremos al gimnasio, dejaremos de fumar, pasaremos más tiempo con los nuestros, nos quejaremos menos y sonreiremos más.
Son estos últimos días de diciembre una llamada al optimismo. Necesitamos creer que el año que asoma tendremos ocasión de enmendar todo aquello que no nos ha gustado del año que termina. Necesitamos convencernos de que el año siguiente será mejor. Y más en un momento como el actual, en el que la balanza de la cuenta de pérdidas y ganancias se inclinará, en muchos casos, hacia las primeras.
Hace un año, ajenos a la que se nos venía encima, rememorábamos los felices años veinte, fantaseando con replicar aquella época que prácticamente nadie de los que estamos hoy aquí vivimos, pero que todos imaginamos poseída por la euforia posterior a la Primera Guerra Mundial. Pero la realidad es tozuda y cualquier parecido con aquellos locos años veinte es pura coincidencia.
Si los años veinte del siglo pasado fueron la década que incitaba a consumir en masa, en la homónima década actual parece que nos hemos dado cuenta de que, quizá, a la masa se nos ha ido la mano con el consumo y, ahora, estamos dispuestos a valorar lo esencial, lo ordinario, donde, sin duda, reside lo extraordinario -veremos lo que nos dura-.
Tampoco en lo cultural encontramos parangón entre aquellos años veinte y los de ahora. Entonces, se vivió una auténtica explosión creativa: el cubismo de Picasso, el surrealismo de Dalí, la moda de Coco Chanel, el cine de Chaplin y de Buñuel, la pluma de Lorca, Alberti, Aleixandre, Cernuda y el resto de autores de la Generación del 27, el Gran Gatsby de Scott Fitzgerald, el Ulises de James Joyce… Y no es que ahora, casi cien años después, nos hayan abandonado las musas y ya nadie pinte, diseñe, haga cine o escriba; es que la cultura ha caído en el olvido de nuestros líderes -si es que se les puede considerar tales-, que, movidos por su afán de facilitar la vida a sus liderados -nosotros-, se han propuesto ahorrarles -ahorrarnos- el esfuerzo de pensar -y nosotros creyendo que lo que pretenden es impedir que desarrollemos nuestro juicio crítico. ¡Si es que somos unos desagradecidos! -. Ya solo le faltaba al sector una pandemia para tener que bajar el telón y no volverlo a subir.
Puede que la única similitud con la década del charlestón y el Art Decó sea la seguridad de estar viviendo -o estar a punto de vivir- una auténtica revolución. O, quizá, es que, con el paso del tiempo, hemos edulcorado la historia y los felices años veinte no lo fueron tanto. Claro que, si tenemos en cuenta los millones de vidas que se perdieron con la guerra y con la llamada gripe española, cualquier mínimo atisbo de estabilidad, debía de ser motivo de gran celebración.
Estabilidad no es precisamente la palabra que vaya a definir el futuro próximo. Seguramente, sería más acertado hablar de incertidumbre, aunque, hace un año, alguien me dijo que este iba a ser el año del cambio y nos sobrevino una pandemia, así que cualquiera se atreve ya a hacer predicciones para el 2021. Pero, sea lo que sea lo que vaya a suceder, como decía al comienzo de estas líneas, necesitamos creer que lo que viene será mejor que lo vivido en estos meses aciagos que nos han arrebatado la certeza y los afectos.
Esta vez, en nuestras listas de propósitos, la voluntad de adelgazar, hacer deporte y abandonar el tabaco dejarán paso al irrefrenable deseo de salir de las pantallas y volver a abrazarnos, a reunirnos sin miedo al contagio, a viajar y, en definitiva, a hacer aquello que llamábamos «vida normal» -que, a lo mejor, no lo era tanto-. Porque no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista.